15.8.11

Recuerdos del presente


El hombre de la corbata casi desatada se llama Saúl. Salió hace unos veinte minutos de su trabajo, que nosotros no conocemos: sospecharemos, por los libros de su biblioteca que conoceremos después, que se dedica a la arquitectura, pero no podremos saber a ciencia cierta cuál es su fuente de ingresos, por lo pronto tenemos sólo aquella sospecha y la seguridad casi completa (por el coche que ahora maneja, su ropa y la casa, que también conoceremos a su tiempo) de que es bien remunerado por su trabajo.

Este coche negro al que Saúl, en un acto raro para la seriedad que proyecta llama, El Pinto, lo compró hace ocho meses en una agencia, es el primer auto del año que tiene. Saúl es un hombre que, a su edad (no lo sabemos tampoco a ciencia cierta, pero calculamos unos veintiocho, no le daríamos más de treinta) podría considerarse un hombre exitoso, como generalmente, y muy a la ligera o sin pensarlo, solemos llamarle a la gente que ante nosotros muestra cierto equilibrio y bienestar económico, anímico y cultural.

Esa vuelta casi imprevista que dio (suerte que no había ningún coche a su lado) lo dirigirá a un restaurante de hamburguesas, al fast como suele decirle a este tipo de establecimientos a los que, dicho sea de paso, recurre muy frecuentemente, sobre todo desde que vive solo.

Se desvió una vez más en el recorrido, sólo unas cuadras, para ver la cartelera de un cine, ya a unos cinco minutos de casa (unos quince caminando), pensando en la posibilidad de invitar a alguna amiga del trabajo hoy por la noche, o mañana, pensó después. Si conociéramos más a Saúl sabríamos que la mujer a quién piensa invitar es Mónica, y sabríamos también que su relación, aunque no formal, lleva por lo menos dos meses, y que ella ha pasado en su casa, al menos tres veces, la noche entera.

Saúl por fin entra a lo que claramente es un conjunto habitacional, de ésos elegantes y distribuidos horizontalmente, sin departamentos unos sobre otros. Este hecho nos impediría adivinar fácilmente cuál es su casa, tendría que decirnos Seiscientos veinte, y no, como se suele hacer, La casa de altos, La del barandal rojo, La de la cochera con mezquite, que aquí todas las casas, poco más o menos, son iguales, se hace esta última aclaración porque cuando se estacione nos daremos cuenta que, después de todo, el pasto de tres meses y las bolsas de basura de seis días, sí nos servirían como referente.

El niño que dejó de botar el balón se llama Julio, aunque Saúl siempre lo llama Pelón, no sabemos si porque no conoce su nombre o simplemente por alguna confianza especial que le tiene. Ahora lo llama para que le tire la basura, también le pone en la mano unas monedas, por la cantidad y el tamaño, adivinamos, serán unos ocho pesos.

Abre la puerta de su casa. Prende la luz. La casa está bastante limpia, aunque se nota no muy cuidada estéticamente. Hay ciertos indicios del buen gusto de Saúl para decorar, pero bien es cierto no hay detalles de ésos que clasificaríamos de femeninos: floreros con flores, carpetas tejidas en alguna mesa, las cortinas amarradas con algún pedazo de tela que haga juego con ellas. Ahora las cortinas son detenidas por un nudo presuroso que hizo Aurora, la muchacha que hace el aseo dos veces por semana. De hecho ese nudo en las cortinas lleva ahí, con hoy, tres días. Ahora mismo Saúl lo deshace con la idea de quedarse casi desnudo para ver la televisión, pues el aparato está en la sala, o recibidor, todo funciona como una misma cosa, para Saúl muchas veces también como comedor, y este espacio multifuncional se encuentra justo a un costado de la puerta y de una gran ventana que mira hacia la calle, o hacia el interior (no sabemos hacia dónde miran las ventanas).

Corbata, camisa, pantalón, quedan por el momento sobre la cama, un lugar que ya conocen por lo menos cuatro mujeres, esto no nos importaría demasiado si no fuera porque dos de ellas durmieron en ella mucho tiempo, la primera, Flor, casi cuatro años, la segunda, Liliana, casi dos, la última de esas noches aquí la pasó hace casi un año. Decíamos que nos incumbía un poco solamente para hacer notar que Saúl lleva ya algún tiempo viviendo solo, a reserva de las esporádicas visitas que ha tenido Mónica en estos meses, y alguna otra mujer cuyo nombre ignoramos, entre los meses después de Flor y antes de Liliana.

Saúl regresa a la sala recibidor comedor, y saca de la bolsa una diminuta caja de cartón que contiene una aún más pequeña hamburguesa. Cuando la abre siente una sensación rara, pero muy ligera como para darle importancia: siente como si ya lo supiera, como si lo hubiera vivido antes, cuando abre la caja y descubre que no le pusieron servilletas, en efecto, sí lo ha vivido antes, pero nunca había tenido esta ligerísima sensación de haberlo vivido. De hecho, cuando pidió su hamburguesa sintió lo mismo, pero tampoco le dio mucha importancia, Seguramente ella me había atendido otra vez, se diría a sí mismo si hubiera recapacitado, pero como ya sabemos, el detalle le fue casi indiferente: era, a lo sumo, una de esas experiencias raras, excepcionalmente esporádicas que suelen llamarse déjà vu.

Prende la televisión (un aparato de lujo con equipo estereofónico) para encontrarse con un programa de comedia, realmente eso le  vendría muy bien ahora, pero no lo disfrutó mucho, más bien poco, y apagó la tele, justo después del último bocado de su nada generosa hamburguesa, pensando Ese programa ya lo vi. Si Saúl fuera un verdadero fanático de esta serie, ahora, mientras va y tira la basura al cesto de la cocina recordaría que ésta es una temporada nueva y que es imposible haber visto tal capítulo alguna otra vez.

El teléfono suena y cuando la voz le responde, Hola, no se sorprende de que sea Mónica, nosotros sabremos ahora que no tendría por que sorprenderse mucho, pues seguramente ésta es la hora en que ella acostumbra hablarle.

Saúl hace su ritual de todos días: baño breve, cepillado de dientes, cama. Despertó un par de veces en la noche. Las dos veces le parecieron una. La misma cama, el mismo sonido de los coches, todo eran situaciones ya antes vividas. Hasta los sueños se le revelaron esta noche como algo conocido.

Son las siete y media de la mañana. Saúl se levantó cansado. Se miró al espejo y en ese momento lo sintió por vez primera, le dio importancia real. No importa que el tipo del espejo sea el que mira a diario: esto, justamente esto, de ésta y no de otra forma, ya lo había vivido. Siente un rápido vértigo que lo recorre de la nuca a la espalda baja. Se sienta en la cama pero todo, incluyendo la sorpresa, le parece ya vivido. Pone sus codos en sus muslos, sus manos en su cara, sus párpados sobre sus ojos como un velo de hierro. Se levanta y sin pensarlo va al teléfono, marca a su trabajo, se reporta enfermo. Le contestó la secretaria, Liliana, no la que, según supimos, vivió con él, que aunque no conocemos a ésta, sabemos, porque él lo ha dicho, Es sólo una desafortunada coincidencia. La voz de Liliana, el Qué te pasa, sí, yo le digo, mejórate, todo forma parte de un sueño que Saúl pudo haber soñado anoche, de un sueño que podría, pensaría él, estar soñando ahora.

Saúl no se bañó con la calma de la ducha matinal. Este inesperado cambio en su rutina le propiciará, luego, encontrarse al vecino, que nunca ve, salir rumbo al trabajo. Saúl, le grita el vecino, que aunque también se sorprendió, no le pregunta, Porqué no fuiste a trabajar, estás enfermo. A pesar del carácter poco ordinario del encuentro, Saúl lo siente como algo ya vivido también. Empieza a caminar. El viejo de la tienda, la señora de las bolsas y luego la avenida, el parque, las palomas, los niños, el globero, todo se le revela como parte de un sueño ya soñado. Se detiene un poco, se sienta en cualquier banca (cualquier es un decir, porque el sintió que ésta se le mostraba como la banca exacta, la ya conocida) y reflexiona, por primera vez, acerca de lo que le está pasando. Saúl sabe que sabe, que conoce lo que está viviendo, pero no es nada como predecir lo que sucederá, no es conocer realmente el futuro, más bien esto que tiene es como vivir el presente como algo ya vivido, conocer no lo que pasará, sino conocer, reconocer perfectamente lo que está pasando.

Se para y camina por el parque, no le sorprende ya encontrar a su paso cosas que le parecen repetidas: el niño que cae de la bicicleta, el globo que se escapa de otra manita. Pero hay cosas que aún parecen sorprenderle. Sigue caminando hasta llegar al cine. Ahora le sorprende no recordar de memoria la cartelera, ni siquiera los horarios completos de la película que ayer pensó ver.

De regreso a su casa marca al trabajo, Liliana, pásame a Mónica, Hola Saúl, te sientes mejor, ahorita le llamo, no le sorprende demasiado sentir que esto ya lo había escuchado, tampoco se sobresalta al escuchar, casi como un eco de lo que hay en su mente, Hola, qué te pasó, Nada, nada, podemos vernos hoy, vamos al cine, Sí, ayer dijiste que a las ocho, verdad, Sí, a las ocho, A las ocho. Todo ya oído. Por la tarde buscó un libro en uno de sus estantes: Arquitectura moderna, Arquitectura moderna europea, Mecánica de suelos, Nuevo decorado mejicano, El Art Decó, Historia de la Arquitectura, Éste, y saca de entre aquel montón de obras este último libro, el primero que leyó cuando estudiante, y se pone a leerlo. No quería leer uno nuevo por el temor a sentir que lo conocía, ni quería leer uno reciente para no crearse falsos miedos, tomó éste, que le pareció casi por completo conocido, y se quedó dormido mientras lo leía, pensando que tal vez todo era una coincidencia impresionante, que todo hoy era tan igual a cualquier día, que en todo parque caen niños, que cualquier globo se escapa, que todas las bancas son iguales.

Saúl soñó que soñaba algo que ya conocía.

Son casi las siete, pensó cuando abrió los ojos y vio el reloj de su sala comedor recibidor dormitorio, y fue al baño a darse una ducha sólo un poco más larga que la de la mañana. Cuando abrió su closet encontró la misma ropa, en el mismo orden, ya conocido todo. Sale de su casa al escuchar a Mónica tocar el claxon. Mientras llegan al cine, mientras ven la película, mientras regresan a su casa, mientras se acarician tímidamente en el recibidor, mientras avanzan ya más decididos hacia la recámara, mientras se desnudan el uno al otro, mientras se aman el otro al uno, Saúl vive todo, revive todo, sabe todo, conoce todo.

Qué horas son, Las cinco y media, dice Mónica, voy a mi casa, a bañarme, vienes al trabajo hoy, No, no tengo ganas, luego te platico lo que tengo, diles que estoy enfermo, y lo dice, podría jurarlo, un instante después de aquél eco en su cabeza.

Se levantó tres horas más tarde. Mientras se bañaba, mientras se abandonaba al baño, sintió, creyó reconocer cada gota de agua, la manera en que caían, la sensación  exacta de cada una de las gotas que golpeaban su piel. Se sentó en el piso de azulejo mientras el agua caía sobre su cuerpo, todo parecía lo mismo, como despertar un día antes, o un día después, Saúl no piensa demasiado en esto, pero qué sentido tendría el tiempo si uno reconociera cada instante de lo que vive, si bien es cierto sus recuerdos no son presagios (recuerdos del futuro), sí este presente recordado es una negación de todo tiempo, de qué nos serviría ansiar el futuro si el futuro se nos desvelara de forma tan conocida.

Saúl sale del baño, su toalla, sus pasos, le parecen conocidos. Se pone un pantalón y camina hacia la sala. Cada instante se le presenta un instante tarde, como si pudiera vivir un instante antes eso que apenas está viviendo, recuerda al televisor con el audio anticipado sólo medio segundo: cuando vemos, qué incorrecto decir tal cosa, las palabras del protagonista, ya no hay sorpresa alguna, pues sentimos que ya lo sabíamos: sus gestos, sus llantos, sus sorpresas.

Saúl salió a la calle. Caminó entre la gente, se golpeó con el hombro de alguno, atravesó las avenidas sin reservas, tuvo que esquivar dramáticamente algunos autos, sintió un leve mareo y recordó que llevaba día y medio sin comer. Compró cualquier cosa, no escogió, como con el libro, nada que nunca hubiera probado ni nada que hubiera comido últimamente, y eso le pareció conocido, o mejor dicho, le pareció conocida esa sensación de aquél sabor no probado hace tanto, como sentir que conocía eso que no conocía, y también conocer la sensación de no conocerlo.

Caminó de regreso a su casa, cabizbajo. Conociendo, reconociendo, cada paso, cada lata en el suelo, cada colilla de cigarro, cada pie a su lado, cada palabra, cada ruido de fondo, todo susurro, el sonido de cualquier coche, la niña del vestido verde, cada charco, cada sombra, todo auto, las bolsas vacías, los pedazos de papel en cualquier parte, cada palabra, un chicle derretido, los cestos de basura, las líneas del asfalto, la luz de los semáforos, cada mujer, todo niño, cada hombre, cada ruido de fondo, el perro de la sarna, el olor del pollo, cualquier bicicleta, los gritos del niño, el hombre que alcanza al colectivo, el sonido de cualquier coche, cada paso, todo susurro, los cestos de basura, cada colilla de cigarro, las bolsas vacías, la luz de los semáforos, la niña del vestido rojo, cada lata en el suelo, cada pie a su lado, el hombre que alcanza al colectivo, cada sombra, todo niño, cada centímetro de asfalto, cada mujer, cada charco, el perro de la sarna, cada hombre, cualquier bicicleta, todo auto, un chicle derretido, el olor del pollo, los pedazos de papel en cualquier parte, la sensación de conocerlo todo.

Saúl llegó a su casa. Prendió la tele, puso un disco, tomó un libro, hizo una o dos llamadas telefónicas, todo era igualmente conocido. Incluso el ruido en su cabeza, un ruido que le aturdía, que le hacía sentir que no sabía nada pero que conocía todo. Lloró y reconoció cada segundo de su llanto.

Salió desesperado de su casa, no volteó a ver a nadie. No saludó a ninguno. Atravesó el parque. Buscaba algo desesperadamente. No sabía qué pero buscaba.

Cruzó la avenida y no pudo evitar que un esbozo de sonrisa le cubriera el rostro cuando ese sonido preciso, conocido, apareció como para liberarlo de su carga. Volteó sólo para descubrir que ese momento también le parecía ya vivido. Bajó los brazos y miró fijamente. Sólo a él no le sorprendió ese estruendoso sonido de neumáticos. Saúl sintió que alguna otra vez, a esta hora, en esta calle, ya lo habían atropellado.

a Jorge Mario Galván Ariza

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