6.8.11

Hotel California


El verano de mis dieciocho años fui de vacaciones a Mazatlán. En el hotel conocí a una mujer cuyo nombre se fue de mi memoria mucho antes que la increíble impresión de medusa que dejaba su cabellera apenas verla. Algún día, ella y sus entusiastas amigas –todas de la ciudad fronteriza Tecate- acordaron que saliéramos a bailar. Después de varios intentos y poca firmeza en las decisiones, terminamos por entrar a una gran discoteca (todavía se usaba ese nombre) cuyo interior estaba dividido en varias “pistas”, de tal suerte que uno podía elegir bailar lo mismo banda que música electrónica.
No pasó mucho tiempo para que empezara a cuestionarme la pertinencia de haber asistido: no suelo ser proclive a los volúmenes desproporcionados: inhiben una posible buena charla –a veces creo que tal cantidad de decibeles lleva como intención que no puedan escucharse ni los propios pensamientos-. Incómodo, salí de la pista de música electrónica esperando encontrar algún refugio. Sucedió: una terraza amplia era la antesala de la última pista, tuve unos minutos de descanso auditivo. Poco después, curioso, me acerqué a esa última sala. No sé en qué categoría cabía, en ese momento sonaba una canción de Rod Steward. A mis dieciocho años yo era un hombre claramente anacrónico y esa vieja melodía me atrajo mucho más que la obsesiva repetición de la música de que escapaba.
No había más gente que una pareja y un barman. El sitio tenía como ornamento más destacado luces de neón moradas de ésas que hacen que brille el color blanco. Las mesas llevaban al centro gardenias y una vela. Sonó Hotel California. La pareja se levantó: caminaron a la pista de baile con un ritmo extraño, sin prisas pero con claro entusiasmo. Tenían, calculo, unos cincuenta, cincuenta y cinco años. Antes de fundirse en abrazo, se miraron un instante con insospechado respeto, casi devoto. Se bambolearon con pasión durante toda la pieza. Era increíble ver sus rostros. Ambos tenían los ojos cerrados y una ligera, pero contundente sonrisa de satisfacción. Me senté a mirarlos. Me gustó la forma en que la mujer fue rodeada de la cintura por el brazo experto del compañero. Ella recargaba su cabeza en el hombro izquierdo del esposo –algo inexplicable me hizo estar seguro todo el tiempo de que eran esposos- y su cabello resbalaba por la guayabera blanca de él.
Pensé en los años que llevarían juntos. Imaginé sus primeros encuentros. El descubrimiento del amor. Pensé en los besos furtivos, en la prisa del joven principiante. En sus hijos que probablemente se habían marchado ya. Calculé que habrían estado juntos unos treinta años. Esa intuición me conmovió: había visto alguno de esos gestos en mis abuelos que llevaban al menos una década más como pareja, y también en mis padres que para entonces ya rozaban los veinte de matrimonio; imaginaba con placer el devenir de la pasión adolescente en esa comunión de madurez. El amor que yo buscaban y que ellos habían encontrado. En ese entonces, mi tufillo de poeta me obligaba a llevar pluma todo el tiempo: saqué mi flamante bolígrafo de gel, tomé una servilleta y comencé a escribir. En una especie de trance escribí dos poemas simulando la voz de cada uno de ellos hablándole al otro.
Tenían el ritmo cadencioso con el que ellos bailaban y cierta aliteración probablemente acorde con el obstinato melódico de Hotel California. Volqué en esos poemas el pasado de mis abuelos, el futuro de mis padres y las expectativas que yo mismo tenía para el amor. Fue un acto de arrebato de pura creación inspirada como pocas veces he vuelto a tener. Salieron de una sola vez: sin tiempo de someterlos a juicio ni revisarlos con el nauseabundo y malintencionado escrúpulo con que se acostumbraba escrutar los textos en los talleres literarios a los que solía asistir, aquellos poemas me siguen pareciendo libres y naturales, aunque seguramente torpes como el primer beso. Me acerqué a su mesa y dejé las servilletas bajo sus vasos mientras un inequívocofade-out me anunciaba que se acababa mi tiempo. Me alejé de ahí sin que nadie notara mi presencia. Desde fuera de la pista, a salvo de las luces de neón, observé cómo llegaron a su mesa, encontraron los poemas y los leyeron. Voltearon buscando una explicación. El barman con su cara de sueño y su mirada clavada en la barra fue descartado de inicio. No podían verme. Luego de esa búsqueda apresurada volvieron a las servilletas y uno a uno, comenzaron a leerse en voz alta los textos. Cuando hubieron terminado se dieron un beso con todo el conocimiento del otro y la armónica pasión que sólo pueden dar los años. Pensé, pienso, que probablemente son los mejores poemas que jamás escribí, y ese juicio no se funda en las metáforas límpidas o en los símiles precisos, ni en la estructura rítmica ni en la fuerza retórica: habían provocado las sonrisas más genuinas y el beso más tierno. ¿Qué más podría pedir a la poesía?
Respiré profundo bajo el cielo despejado. Me sentía embriagado de poesía, de amor, de posibilidades. La mujer de la cabellera de medusa nunca entendió mi sonrisa del resto de la noche.


publicado originalmente en México Kafkiano.

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